1 de enero de 2010

Mi sueño ansiado; Artículo revista Polvoreda.



El Monte Blanco, mi sueño ansiado

Abandoné el pueblo de Villalfeide a primera hora del viernes 1 agosto de 2008, era el día grande de la fiesta y ya se empezaban a oír los primeros cohetes. Los banderines de colores que anuncian el festejo vibraban resoplando con energía, y fue ese ruido el que me hizo girar y mirar hacia atrás; entonces levante los ojos y ahí estaba, como siempre, el pico Polvoreda. Me fijé concretamente en su cumbre, como si de su cara se tratara; quería dirigirme a ella y, mirándola a los ojos, despedirme de alguna forma con un ‘hasta luego’, o quizá, un ‘hasta pronto’. Era en definitiva una comunicación sorda, personal y cercana, como la de unos amigos acostumbrados a compartir buenos momentos.

Días atrás, durante una jornada de entrenamiento, me había servido de fiel escudero y de buen acompañante en toda mi ascensión a su cumbre. Reviviendo sus valles, Majabudo, la Marrionda, Fedilla, Valmerín, subiendo por la cinta bajera y cimera, recorrí su costado para dirigirme a su hombro, la horca del pico, y, más tarde, ir hacia su cumbre y contarle el viaje que estaba a punto de realizar y que, de esta forma, me diera la suerte que tantas veces me había brindado. Le contaba con respeto y adoración que me dirigía a otras tierras, a otros pueblos, a otras cimas,… y que necesitaba de su comprensión y consentimiento para realizar mi tan ansiado sueño: ascender al Mont Blanc.
El zumbido de otro cohete que asciende a lo más alto, desvía de nuevo mi atención y vuelvo a sentir que la fiesta ya está preparada: todo está a punto de comenzar; sin embargo para mí significaba el inicio de mi partida, de mi viaje. Con el mismo sentimiento y la misma disciplina que la gente del pueblo se preparaba para su gran día, con sus ropajes, su tradicional comida con la familia y otras tradiciones más, en mi mochila existía la misma alegría y el mismo deseo de que todo saliera bien y que en el fondo resultara también una celebración.
Con todo este equipaje de ilusiones, me pongo en marcha para recoger a mi leal y gran compañero. Chema es esa persona, que uno siempre quiere llevar a su lado y, sobre todo, en esos momentos de dureza física y psíquica cuando asciendes, miras atrás y buscas el alivio, ánimo y seguridad de su fiel amistad.
Nos separaban más de 1.400 km del pueblo de Chamonix, localidad francesa a los pies de los Alpes e inicio de la ascensión. ¿Qué puedo decir de una localidad como Chamonix? Un lugar donde grandes montañeros y alpinistas han podido deleitarse y beber de sus preciados glaciares, que hoy en día está en regresión por el temido cambio climático… Uno cuando disfruta de estos lugares tan inmensos, donde la naturaleza es tan desbordante, se da cuenta de las atrocidades que como seres humanos somos capaces de realizar. El pueblo de Chamonix está a la altura de tan hermosos parajes, una preciosa villa engalanada con sus banderas y sus calles llenas de flores, sus casas bien cuidadas, que te transporta automáticamente a otros tiempos. Es una terraza natural con vistas espectaculares. En ella se vive y se ama el montañismo en cualesquiera de sus calles, plazas y rincones. En los locales y negocios puedes encontrar a su entrada publicada la predicción del tiempo, al minuto y detalle, pues saben que es el abecé y la clave del éxito en la montaña.
La ruta recomendada era la de Gouter, por el resto de rutas de la vertiente francesa existían muchas grietas debido a la primavera y el verano que estaba viniendo, y que, si no íbamos con guía, la mejor opción era la indicada. De hecho, a los pocos días de nuestro regreso por esa ruta la montaña se ‘cobró’ la más trágica de las noticias que se pueden esperar.


La aclimatación era otra de las dudas que teníamos, pues nunca habíamos experimentado dicha sensación; el comportamiento de nuestros cuerpos a la falta de oxígeno. Sabíamos que no íbamos a un ocho mil, pero que en cualquier caso había una posibilidad de que nuestras condiciones físicas se vieran mermadas. Pero bien es verdad que a nuestro favor teníamos una baza muy importante: no soportábamos ningún tipo de presión a la hora de ascender y no nos sentíamos obligados a demostrar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, el afán de competir o de sentir una derrota. Cada paso que dábamos era un triunfo en sí mismo, un disfrute continuo, un motivo de alegría y satisfacción de encontrarnos en un marco tan especial.

Personalmente quise normalizar y simplificar la ascensión, pues sabía que nunca me había enfrentado a un reto como este: una cumbre de 4.810 m. No quería magnificarla, pero tampoco perderle el respeto. Fueron varios días los que estuvimos ascendiendo, utilizando la propia ascensión para aclimatarnos; no es lo más recomendable, pero no disponíamos de días suficientes para realizar lo más adecuado; además, los partes meteorológicos seguían siendo bastante negativos. Al día siguiente de nuestra llegada a Chamonix salimos, junto con nuestras pesadas mochilas, de la estación de esquí de Les Houches en dirección a Bellevue; lo que sería nuestra primera etapa, llegar hasta los 3.100 m de altitud del refugio de Tête Rousse, suponía salvar más de 1.400 m de desnivel.

La mañana, despejada, limpia y clara, presagiaba un día demasiado caluroso para una actividad de montaña. La gente se agolpaba en el parking de Les Houches, con sus grandes equipaciones; era un gran escaparate donde todo tenía vida, un desfile en toda regla donde todo el mundo mostraba sus ropajes de las últimas tendencias, con todas las marcas textiles de montaña allí representadas. Por otro lado se encontraban los clientes al amparo de sus guías, confiados y seguros estos, ligeros en su equipaje y mirada impenetrable que dejaba adivinar las ‘millones’ de veces que habían realizado la ascensión. En cualquier caso, el Mont Blanc nos había reunido a todos; es curioso cómo tanta gente, de lo más variopinta y de todas las nacionalidades, nos despertamos esa mañana con la idea de ver cumplido nuestro ansiado sueño.

A medida que avanzas los primeros metros, la emoción te embarga y te hace sentir el más dichoso del mundo; te das cuenta que la eterna fase de preparación ya ha pasado, y ahora toca la hora de la verdad: disfrutar y poner el ‘contador de emociones’ a cero, para que no se quede nada en el tintero. Pronto el valle deja espacio a los primeros glaciares. Seracs, rimayas se entremezclan para formar un glaciar impresionante; nunca había contemplado mayor espectáculo, el glaciar de Bionnassay.

Pasamos por el conocido Nido del Águila a 2.200 m. Supongo que recibe este nombre porque es un balcón de vistas impresionantes, privilegio de esas grandes aves rapaces. Aquí es donde se hace la primera selección de la gente que va a pasar el día o, mejor dicho, los que hacen la típica ‘turistada’. A partir de aquí, seguimos los que hemos venido, o al menos pretendemos, conquistar el ‘corazón’ de la montaña. Ahora la ascensión discurre por un sendero claramente marcado, entre zonas de rocas y canchales, con unos curiosos compañeros de ruta, los íbices, una especie de cabra montés.



Arriba, a lo lejos, ya se puede observar el refugio; el reflejo del sol identifica claramente su posición. Todo brilla; el glaciar que tengo enfrente se refleja como un gran espejo. El sol, si cabe, se encarga de dar más espectacularidad al entorno que nos envuelve en nuestra primera parte de la ascensión. Hemos llegado ya a Tête Rousse, lugar de recogimiento y abrigo de la gente en el pasado, como lo es ahora este refugio para nosotros. Desde aquí se puede observar la mejor vista del glaciar de Bionnassay en toda su extensión; y todo esto lo tengo ahora ante mí, a la altura de mis ojos, espectacular, una imagen grandiosa que se graba en mi mente al instante.
Durante esa tarde pudimos escuchar un continuo estruendo, inquietante y amenazador, sobre la pared vertical que teníamos a nuestras espaldas: la arista de la Aiguille de Gouter. La acción brutal de la gravedad, junto con la pendiente, hace que escupa sin remedio una avalancha de piedras y hielo que se precipita rápida y violentamente sobre la vía que nos espera mañana, la famosa ‘bolera’. Se trata de un peligroso pasillo de aproximadamente 100 m de longitud, con un precipicio de unos 500 m de caída hacia el glaciar de Bionnassay. La madre naturaleza se rebela en algunas zonas contra nuestro empeño y terquedad por cruzar barreras antinaturales, y esta es una de ellas.

El paso lo realizamos con temor, pero sin mayores problemas. Estamos eufóricos, pues sabemos que hemos realizado uno de los trances más comprometidos de toda la ascensión y paso obligado para tener éxito. Personalmente, a pesar de nuestra contenida emoción, pensaba en aquel momento que acabábamos de meternos en la boca del lobo, ya que de vuelta tendríamos que regresar por el mismo camino.

La ascensión hasta el refugio de Gouter es muy vertical, casi 1.000 m de pared, por lo que su progresión es lenta y con muchas retenciones. Esto es debido a que nos cruzamos con gente que regresa del refugio y otros que se han dado la vuelta por el mal tiempo al intentar la cumbre (fuertes vientos y escasa visibilidad), lo cual hace que nuestra ascensión sea extremadamente peligrosa. Son pasos delicados que provocan continuos cuellos de botella; en alguna ocasión incluso pudimos ser testigos de claros descuidos que, por fortuna, acabaron en un simple susto. Este es uno de los mayores problemas que existen en la montaña al ser rutas tan transitadas.

En el refugio de Gouter, a 3.817 m de altitud, las vistas son todavía más espectaculares. Recuerdo que estábamos sentados en su terraza con todo el valle de Chamonix y el glaciar de Bionnassay a nuestros pies. ¡Solo el hecho de llegar hasta aquí, ya merece la pena! Si el tiempo continuaba dándonos una tregua para intentar la cumbre, nuestra ascensión no iba a ser en balde. Estar sentado aquí me recordó nuevamente al pico Polvoreda, cuando en ocasiones subo por el agre de la Escobosa, hacia Prao Cueto y me quedo allí observando todo el valle a mis pies: el mejor remedio al esfuerzo realizado.

Los nervios por hacer cumbre y el frío eran ya compañeros inseparables en nuestra aventura. A partir de esta altitud pudimos observar algunos de los primeros casos del llamado ‘mal de altura’: insomnio, dolores de cabeza, malestar, etcétera. El desayuno lo tomábamos a la 1:30 horas de la madrugada, con el tiempo justo para prepararnos rápido y salir hacia la cima. Ver aquel revuelo y movimiento a la hora de partir, a casi 4.000 m de altitud, era cuando menos algo paradójico; un ajetreo que contrastaba con la quietud que, 3.000 m más abajo, albergaba cualesquiera de las villas de las que habíamos partido unos días atrás.

La noche era muy cerrada y todos estábamos impacientes y deseosos de recibir buenas noticias con el parte meteorológico. En nuestro caso decidimos aplazar la salida media hora más y continuar durmiendo. Al despertar, nos dimos cuenta de que prácticamente éramos los últimos; además los preparativos nos llevaron más tiempo de lo normal, lo que nos retrasó mucho la salida. Al salir del abrigo del refugio, rápidamente nos cubrió la noche por completo; asimismo, el frío y el viento se encargaron de recordarnos al instante dónde estábamos. Había que caminar prestando mucha atención al suelo por temor a las grietas; entre tanto, me consolaba mirar hacia adelante y ver a lo lejos una hilera larga y sinuosa de luces de los frontales de la gente que nos precedía. ¡Era una sensación muy extraña!

A medida que avanzaba la noche, íbamos cumpliendo los tiempos y los tramos prefijados. Todo marchaba estupendamente. Recuerdo que, ya al amanecer, pude observar por unos instantes la majestuosidad del lugar y pensé que este era el día de cumbre: habíamos acertado con las fechas. Ya lo estaba celebrando, cuando de repente el viento nos trajo una espesa niebla que no se quitaría de la montaña en todo el día. En cualquier caso, nos quedaba poco para llegar. Vencimos el paso de las famosas ‘jorobas’, una zona muy expuesta, para acabar llegando a la antecima y, por fin, ya no había nada más: “Chema y yo hicimos cumbre, bajo un espeso manto de niebla, el día 5 de agosto de 2008 a las 09:35 horas de la mañana”. ¡Nos abrazamos y, sin más, comenzamos el regreso a casa!




Nuevamente me encuentro en la cumbre del Polvoreda, observando una vez más las maravillosas vistas y alrededores que me ofrece, y pronto me hacen rememorar el viaje que un año atrás me llevó a tierras francesas. En esta montaña, y más concretamente en este pico, fue donde nació y fue cuajando mi gran sueño, por eso quiero que sea en este lugar donde escriba las últimas líneas de este relato. Saco de la mochila el polo de color rojo del día de San Félix, el mismo que me sirviera de bandera en la cumbre francesa, y esta vez me lo pongo, pues el clima es bien diferente y la ocasión propicia.

No hay tiempo para más, en el valle se oyen de nuevo los cohetes y es el momento de bajar; el pueblo de Villalfeide está preparado. Es su Día Grande, y esta vez ‘sí’ lo voy a celebrar.


Javier P. Olea


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