Dia 1. Viaje en tránsito hacia Chamonix.
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Salimos de León, en coche con más de 1.400 kms. por delante, para llegar a nuestro destino, Chamonix. Esta primera etapa nos la habíamos planteado de viaje hasta pasar la frontera francesa. La noche estaba cubriendolo todo, y decidimos parar en un camping. No recuerdo el nombre del lugar, pero si guardo en la memoria la cara tétrica de su anfitrión. Una cena a base de empanada casera, el cansancio y el miedo al lugar, acabó con mi resistencia a permanecer con los ojos abiertos.
Por fin, cargamos todo y ya podemos cerrar el coche.
RELATO PUBLICADO EN LA REVISTA POLVOREDA
ASCENSIÓN AL MONT BLANC 4.810 m
EL MONTE
BLANCO, MI SUEÑO ANSIADO.
Abandoné el pueblo de Villalfeide a primera hora del viernes 1 agosto
de 2008, era el día grande de la fiesta y ya se empezaban a oír los primeros
cohetes. Los banderines de colores que anuncian el festejo vibraban resoplando
con energía, y fue ese ruido el que me hizo girar y mirar hacia atrás; entonces
levante los ojos y ahí estaba, como siempre, el pico Polvoreda. Me fijé
concretamente en su cumbre, como si de su cara se tratara; quería dirigirme a
ella y, mirándola a los ojos, despedirme de alguna forma con un ‘hasta luego’,
o quizá, un ‘hasta pronto’. Era en definitiva una comunicación sorda, personal
y cercana, como la de unos amigos acostumbrados a compartir buenos momentos.
Días atrás, durante una jornada de entrenamiento, me había servido de
fiel escudero y de buen acompañante en toda mi ascensión a su cumbre.
Reviviendo sus valles, Majabudo, la Marrionda, Fedilla, Valmerín, subiendo por
la cinta bajera y cimera, recorrí su costado para dirigirme a su hombro, la horca
del pico, y, más tarde, ir hacia su cumbre y contarle el viaje que estaba a
punto de realizar y que, de esta forma, me diera la suerte que tantas veces me
había brindado. Le contaba con respeto y adoración que me dirigía a otras
tierras, a otros pueblos, a otras cimas,… y que necesitaba de su comprensión y
consentimiento para realizar mi tan ansiado sueño: ascender al Mont Blanc.
El zumbido de otro cohete que asciende a lo más alto, desvía de nuevo
mi atención y vuelvo a sentir que la fiesta ya está preparada: todo está a
punto de comenzar; sin embargo para mí significaba el inicio de mi partida, de
mi viaje. Con el mismo sentimiento y la misma disciplina que la gente del
pueblo se preparaba para su gran día, con sus ropajes, su tradicional comida con
la familia y otras tradiciones más, en mi mochila existía la misma alegría y el
mismo deseo de que todo saliera bien y que en el fondo resultara también una
celebración.
Con todo este equipaje de ilusiones, me pongo en marcha para recoger a
mi leal y gran compañero. Chema es esa persona, que uno siempre quiere llevar a
su lado y, sobre todo, en esos momentos de dureza física y psíquica cuando
asciendes, miras atrás y buscas el alivio, ánimo y seguridad de su fiel
amistad.
Nos separaban más de 1.400 km del pueblo de Chamonix, localidad
francesa a los pies de los Alpes e inicio de la ascensión. ¿Qué puedo decir de
una localidad como Chamonix? Un lugar donde grandes montañeros y alpinistas han
podido deleitarse y beber de sus preciados glaciares, que hoy en día está en
regresión por el temido cambio climático… Uno cuando disfruta de estos lugares
tan inmensos, donde la naturaleza es tan desbordante, se da cuenta de las
atrocidades que como seres humanos somos capaces de realizar. El pueblo de
Chamonix está a la altura de tan hermosos parajes, una preciosa villa
engalanada con sus banderas y sus calles llenas de flores, sus casas bien
cuidadas, que te transporta
automáticamente a otros tiempos. Es una terraza natural con vistas
spectaculares. En ella se vive y se ama el montañismo en cualesquiera de sus
calles, plazas y rincones. En los locales y negocios puedes encontrar a su
entrada publicada la predicción del tiempo, al minuto y detalle, pues saben que
es el abecé y la clave del éxito en la montaña.
La ruta recomendada era la de Gouter, por el resto de rutas de la
vertiente francesa existían muchas grietas debido a la primavera y el verano
que estaba viniendo, y que, si no íbamos con guía, la mejor opción era la
indicada. De hecho, a los pocos días de nuestro regreso por esa ruta la montaña
se ‘cobró’ la más trágica de las noticias que se pueden esperar.
La aclimatación era otra de las dudas que teníamos, pues nunca habíamos
experimentado dicha sensación; el comportamiento de nuestros cuerpos a la falta
de oxígeno. Sabíamos que no íbamos a un ocho mil, pero que en cualquier caso
había una posibilidad de que nuestras condiciones físicas se vieran mermadas.
Pero bien es verdad que a nuestro favor teníamos una baza muy importante: no
soportábamos ningún tipo de presión a la hora de ascender y no nos sentíamos
obligados a demostrar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, el afán de
competir o de sentir una derrota. Cada paso que dábamos era un triunfo en sí
mismo, un disfrute continuo, un motivo de alegría y satisfacción de
encontrarnos en un marco tan especial.
Personalmente quise normalizar y simplificar la ascensión, pues sabía
que nunca me había enfrentado a un reto como este: una cumbre de 4.810 m. No
quería magnificarla, pero tampoco perderle el respeto. Fueron varios días los
que estuvimos ascendiendo, utilizando la propia ascensión para aclimatarnos; no
es lo más recomendable, pero no disponíamos de días suficientes para realizar
lo más adecuado; además, los partes meteorológicos seguían siendo bastante negativos.
Al día siguiente de nuestra llegada a Chamonix salimos, junto con nuestras
pesadas mochilas, de la estación de esquí de Les Houches en dirección a
Bellevue; lo que sería nuestra primera
etapa, llegar hasta los 3.100 m de altitud del refugio de Tête Rousse, suponía
salvar más de 1.400 m de desnivel.
La mañana, despejada, limpia y clara, presagiaba un día demasiado
caluroso para una actividad de montaña. La gente se agolpaba en el parking de
Les Houches, con sus grandes equipaciones; era un gran escaparate donde todo
tenía vida, un desfile en toda regla donde todo el mundo mostraba sus ropajes
de las últimas tendencias, con todas las marcas textiles de montaña allí
representadas. Por otro lado se encontraban los clientes al amparo de sus
guías, confiados y seguros estos, ligeros en su equipaje y mirada impenetrable
que dejaba adivinar las ‘millones’ de veces que habían realizado la
ascensión. En cualquier caso, el Mont
Blanc nos había reunido a todos; es curioso cómo tanta gente, de lo más
variopinta y de todas las nacionalidades, nos despertamos esa mañana con la
idea de ver cumplido nuestro ansiado sueño.
A medida que avanzas los primeros metros, la emoción te embarga y te
hace sentir el más dichoso del mundo; te das cuenta que la eterna fase de preparación
ya ha pasado, y ahora toca la hora de la verdad: disfrutar y poner el ‘contador
de emociones’ a cero, para que no se quede nada en el tintero. Pronto el valle
deja espacio a los primeros glaciares. Seracs, rimayas se entremezclan para
formar un glaciar impresionante; nunca había contemplado mayor espectáculo, el
glaciar de Bionnassay.
Pasamos por el conocido Nido del Águila a 2.200 m. Supongo que recibe
este nombre por que es un balcón de vistas impresionantes, privilegio de esas
grandes aves rapaces. Aquí es donde se hace la primera selección de la gente
que va a pasar el día o, mejor dicho, los que hacen la típica ‘turistada’. A
partir de aquí, seguimos los que hemos venido, o al menos pretendemos,
conquistar el ‘corazón’ de la montaña. Ahora la ascensión discurre por un
sendero claramente marcado, entre zonas de rocas y canchales, con unos curiosos
compañeros de ruta, los íbices, una especie de cabra montés.
Arriba, a lo lejos, ya se puede observar el refugio; el reflejo del sol
identifica claramente su posición. Todo brilla; el glaciar que tengo enfrente
se refleja como un gran espejo. El sol, si cabe, se encarga de dar más
espectacularidad al entorno que nos envuelve en nuestra primera parte de la
ascensión. Hemos llegado ya a Tête Rousse, lugar de recogimiento y abrigo de la
gente en el pasado, como lo es ahora este refugio para nosotros. Desde aquí se
puede observar la mejor vista del glaciar de Bionnassay en toda su extensión; y
todo esto lo tengo ahora ante mí, a la altura de mis ojos, espectacular, una
imagen grandiosa que se graba en mi mente al instante.
Durante esa tarde pudimos escuchar un continuo estruendo, inquietante y
amenazador, sobre la pared vertical que teníamos a nuestras espaldas: la arista
de la Aiguille de Gouter. La acción brutal de la gravedad, junto con la
pendiente, hace que escupa sin remedio una avalancha de piedras y hielo que se
precipita rápida y violentamente sobre la vía que nos espera mañana, la famosa
‘bolera’. Se trata de un peligroso pasillo de aproximadamente 100 m de
longitud, con un precipicio de unos 500 m de caída hacia el glaciar de
Bionnassay. La madre naturaleza se rebela en algunas zonas contra nuestro
empeño y terquedad por cruzar barreras antinaturales, y esta es una de ellas.
El paso lo realizamos con temor, pero sin mayores problemas. Estamos
eufóricos, pues sabemos que hemos realizado uno de los trances más
comprometidos de toda la ascensión y paso obligado para tener éxito.
Personalmente, a pesar de nuestra contenida emoción, pensaba en aquel momento
que acabábamos de meternos en la boca del lobo, ya que de vuelta tendríamos que
regresar por el mismo camino.
La ascensión hasta el refugio de Gouter es muy vertical, casi 1.000 m
de pared, por lo que su progresión es lenta y con muchas retenciones. Esto es
debido a que nos cruzamos con gente que regresa del refugio y otros que se han
dado la vuelta por el mal tiempo al intentar la cumbre (fuertes vientos y
escasa visibilidad), lo cual hace que nuestra ascensión sea extremadamente
peligrosa. Son pasos delicados que provocan continuos cuellos de botella; en
alguna ocasión incluso pudimos ser testigos de claros descuidos que, por
fortuna, acabaron en un simple susto. Este es uno de los mayores problemas que
existen en la montaña al ser rutas tan transitadas.
En el refugio de Gouter, a 3.817 m de altitud, las vistas son todavía
más espectaculares. Recuerdo que estábamos sentados en su terraza con todo el
valle de Chamonix y el glaciar de Bionnassay a nuestros pies. ¡Solo el hecho de
llegar hasta aquí, ya merece la pena! Si el tiempo continuaba dándonos una
tregua para intentar la cumbre, nuestra ascensión no iba a ser en balde. Estar
sentado aquí me recordó nuevamente al pico Polvoreda, cuando en ocasiones subo
por el agre de la Escobosa, hacia Prao Cueto y me quedo allí observando todo el
valle a mis pies: el mejor remedio al esfuerzo realizado.
Los nervios por hacer cumbre y el frío eran ya compañeros inseparables
en nuestra aventura. A partir de esta altitud pudimos observar algunos de los
primeros casos del llamado ‘mal de altura’: insomnio, dolores de cabeza,
malestar, etcétera. El desayuno lo tomábamos a la 1:30 horas de la madrugada,
con el tiempo justo para prepararnos rápido y salir hacia la cima. Ver aquel
revuelo y movimiento a la hora de partir, a casi 4.000 m de altitud, era cuando
menos algo paradójico; un ajetreo que contrastaba con la quietud que, 3.000 m
más abajo, albergaba cualesquiera de las villas de las que habíamos partido
unos días atrás.
La noche era muy cerrada y todos estábamos impacientes y deseosos de
recibir buenas noticias con el parte meteorológico. En nuestro caso decidimos
aplazar la salida media hora más y continuar durmiendo. Al despertar, nos dimos
cuenta de que prácticamente éramos los últimos; además los preparativos nos
llevaron más tiempo de lo normal, lo que nos retrasó mucho la salida. Al salir
del abrigo del refugio, rápidamente nos cubrió la noche por completo; asimismo,
el frío y el viento se encargaron de recordarnos al instante dónde estábamos.
Había que caminar prestando mucha atención al suelo por temor a las grietas;
entre tanto, me consolaba mirar hacia adelante y ver a lo lejos una hilera
larga y sinuosa de luces de los frontales de la gente que nos precedía. ¡Era
una sensación muy extraña!
A medida que avanzaba la noche, íbamos cumpliendo los tiempos y los
tramos prefijados. Todo marchaba estupendamente. Recuerdo que, ya al amanecer,
pude observar por unos instantes la majestuosidad del lugar y pensé que este
era el día de cumbre: habíamos acertado con las fechas. Ya lo estaba
celebrando, cuando de repente el viento nos trajo una espesa niebla que no se
quitaría de la montaña en todo el día. En cualquier caso, nos quedaba poco para
llegar. Vencimos el paso de las famosas ‘jorobas’, una zona muy expuesta, para
acabar llegando a la antecima y, por fin, ya no había nada más: “Chema y yo
hicimos cumbre, bajo un espeso manto de niebla, el día 5 de agosto de 2008 a
las 09:35 horas de la mañana”. ¡Nos abrazamos y, sin más, comenzamos el regreso
a casa!
Nuevamente me encuentro en la cumbre del Polvoreda, observando una vez
más las maravillosas vistas y alrededores que me ofrece, y pronto me hacen
rememorar el viaje que un año atrás me llevó a tierras francesas. En esta
montaña, y más concretamente en este pico, fue donde nació y fue cuajando mi
gran sueño, por eso quiero que sea en este lugar donde escriba las últimas
líneas de este relato. Saco de la mochila el polo de color rojo del día de San
Félix, el mismo que me sirviera de bandera en la cumbre francesa, y esta vez me
lo pongo, pues el clima es bien diferente y la ocasión propicia.
No hay tiempo para más, en el valle se oyen de nuevo los cohetes y es
el momento de bajar; el pueblo de Villalfeide está preparado. Es su Día Grande,
y esta vez ‘sí’ lo voy a celebrar.
Javier P. Olea
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